ELLA.
Invisiblemente activa, vida antigua. Sin amanecer siquiera ya deambulaba por la
casa preparando leche caliente para ese hijo que tanto desgarra su alma de
madre; un día abrasador le esperaba, tanto como el horno que derretía la suela
de sus zapatos; si también recuece su cuerpo (comentaba en voz alta mientras
introducía tarros de zumo de piña en el bolso de trabajo) Madre, mujer sabía conocía
sin cursos en nutrición la necesidad de hidratación de ese joven sometido a
altas temperaturas cuando entraba en el infierno del tejar. Percibiendo el agotamiento
incordiaba sin alternativa “son las cinco hijo” él que sabía de buena tinta que
siempre comenzaba ese retahíla treinta minutos antes se abrazaba a la almohada
sin reproche ni réplica, escuchaba repetidamente el reclamo y consultando su
reloj, se levantaba justo a tiempo para engullir la leche que aún permanecía
caliente y recoger la talega. En
silencio se ajustaban en el coche lleno de hortalizas y llegaban a la plaza de
abastos, eran los primeros ya que adaptar los horarios no era posible. Con un
gesto de complicidad y la bendición de la madre él vuelve al coche, lo esperan
los compañeros así la gasolina será sufragada. ELLA, va colocando lentamente
las hortalizas sobre el mostrador, la más atractiva más a la vista, el peso, y
la lata con monedas sobre un cajón bajo el mostrador, cubre con los sacos húmedos las habichuelillas
esperando que comiencen a llegar las parroquianas. Una gran sonrisa, un peso
generoso, mientras pregunta por los familiares. Debe venderlo todo ya que al
día siguiente estará ajado, alguna oferta ya a último de la mañana, es tarde y habrá
que llegar a la tienda a por alguna vianda piensa. Por fin sólo quedan patatas,
eso aguanta, va acoplando una espuerta dentro de otra y los sacos ya casi secos
en la canasta; limpia el mostrador y los platillos del peso con unos tomates
defectuosos, aclara bien y satisfecha encaja la lata con el dinero en el cesto.
Pesa bastante, piensa, se lo encaja todo en ambos brazos y con buen humor se
despide de las otras hortelanas, “aquí que voy a estar yo hasta el medio día
por no bajar un poco el precio de lo más escogido, piensa”. Sabe que es mucho
lo que queda por hacer y su tiempo es valioso. De camino recoge en la tienda unas
botellas de vino blanco, azúcar y algunas especias, hoy no puedo comprar mucho
si no, no llego con brazos, se dice así misma. Son casi las una cuando baja por
el Camino Ancho, a lo lejos su meta, ya va cumpliendo años y se siente cansada,
ahora queda la diaria discusión, él calcula la venta en romana y ella es
generosa al despachar para ser la que mas parroquianas tiene, no cuadran nunca
las cuentas. La comida, unos minutos de descanso, llegó el hijo y al menos un
rato debe descansar. Recuerda cuando eran muchos, y todos trabajaban en la
huerta vieja, hijos míos, entonces hasta bordaba por las noches a la luz del
carburo, vivíamos todos en el campo, ya no, ya no puedo trabajar tanto. Pasa la
siesta y es buena hora para recoger la hortaliza del día siguiente, no quiere
que las manos de la pequeña se curtan y manchen, aunque ya no es tan pequeña,
con las tareas de la casa cuando sale del colegio y cuidar de la chacha Pepa
tiene bastante la criatura. Odia tener las rodillas y las manos tan oscurecidas, no hay otra forma, tiene que descansar el cuerpo
sobre ellas y las manos son la herramienta. Llega la tarde noche y llegan al
pueblo ella y su hijo, José no deja sola la tierra ya que es fácil qué llegue
otro y con las manos limpias se lleve su sudor. La noche, no protesta ni se
queja mientras prepara una lista para la compra del día siguiente para que su
Anita compre lo de casa, sólo ésta es protegida del campo pero instruida para
ser mujer para un pobre, como se dijo antaño.
Así junto al calor de una mesa camilla, medito como mi vida
siempre es más grata que la suya, nunca rechaz-ó su suerte. Toda ella se dio sin pedir nada.
Gracias
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