domingo, 16 de noviembre de 2025

Más allá del miedo: cuando un relato no gana y vuelve a casa, a mis propias cosas en Baños de la Encina

 

MÁS ALLA´DEL MIEDO

“A veces las historias no ganan concursos, pero sí encuentran un hogar. Este relato vuelve a mí para ser publicado aquí, donde realmente pertenece.”



Casi vivíamos en la calle. Juanita, con ayuda de María Angustias, liaba con pesadumbre la larga soga que aún quedaba sobre el suelo quebrado. No era nada fácil conseguir la soga, pero Victorio, el padre de Juanita, era un buen hombre y le hizo un buen regalo para nuestros juegos; ella la guardaba, pero era de todas, o eso entendíamos nosotras, en la bolsa escritos nuestros nombres: Juanita, Anita, Mari y María Angustias. ¡No todas tenían semejante comba! Yo había conseguido aguantar más que ninguna el duble —ese cambio de velocidad y ritmo que hace tan atractivo el juego—. Yo saltaba el volteo de la soga más deprisa que las otras mientras las demás contaban: uno, dos… Llegué a cincuenta. Era como ganar el trofeo de los chicos jugando al fútbol; nunca hubo corona de laurel para esta competición de chicas, una larga cola donde todas saltábamos con destreza y rapidez, solo aquella onza de chocolate con la Virgen de la Cabeza en el centro, que mordíamos con cierta lástima, colocada sobre un pedazo de pan. Era nuestra merienda habitual, la que proporcionaba a nuestros pies impulsos inimaginables. Pedrín era el amor secreto de todas nosotras. Un secreto compartido, íbamos las cuatro juntas donde él estuviese solo por mirarlo; él solía observar a veces con entusiasmo nuestro juego. Creo que siempre se quedó con las ganas de saltar, pero claro, como era cosa de chicas, solo lo decían sus ojos. En alguna ocasión, Pedrín y algún que otro chico sí que dieron la comba, pero los chicos eran muy brutos e intencionadamente daban tan fuerza y violencia a la soga que nos producía unos verdugones de espanto en las piernas, por eso el rechazo a que los chicos jugaran con nosotras, sobre todo los dubles. Siempre jugábamos en la esquina junto al letrero de la pared, que ya sabíamos leer: Calle Amargura. Como mucho, bajábamos a la calle de abajo, pero aquella mujer de moño y pelo blanco salía a protestar por nuestros gritos en los juegos. La recuerdo sin nombre, fría y malhumorada, resurgía como de la nada, encorvada, vestida de negro y gritando que nos marchásemos de allí; de esa casa nunca salía nadie más, aunque alguna vez, de puntillas, miramos por la ventana por ver si tenía compañía. Siempre estaba sola. Calle Amargura. Estaba acostumbrada a leer aquel letrero todos los días, aunque no comprendía muy bien su significado por mucho que lo leyera o dijera en voz alta.

Aquella tarde de juegos había sido más larga de lo acostumbrado. Comencé a sentir frío. Era aviso de que era la hora de volver. Agonizaba la tarde y, sin reloj alguno, sabía y asumía con desgana el  regreso a casa. El trayecto era corto, solo tenía que subir la calle y torcer la esquina; tardaría unos minutos. La ropa estaba como mojada por una fina mollina que apenas noté al principio, pero que poco a poco se fue intensificando. El húmedo viento calaba los huesos, penetraba muy dentro, la escasa y desgastada ropa de abrigo no alcanzaba a amedrentar al impasible invierno, las gastadas ropas, heredadas de unos hermanos a otros, más que tela parecían papel. Mientras caminaba a buen paso, sentía el roce de mi pelo recogido, eso creía, en una cola de caballo; ésta iba de un lado a otro como el péndulo de un reloj. Las trenzas de María, que me acompañaba junto a las otras, casi volaban y su cuerpo apenas se sostenía. María Angustias y Juanita ya habían desaparecido. ¿Qué estaba pasando? Algo me sujetaba y no me dejaba avanzar en mi huida; la intranquilidad me invadió. Cuanto más corría en medio de la penumbra mejor distinguía paredes y tejas, que parecían bailar y avanzar a mi par. Era como si fuésemos una sola cosa; cuanto más corría yo, más deprisa, ellas. No quería mirar hacia arriba e intentaba solo mirar el suelo. Faltaba poco para llegar. Apenas a unos pasos de la puerta, sentí un crujido, como si se abriera un hueco, no sé si en el suelo o en el cielo. Antes de mirar al suelo, percibí un hedor insoportable procedente de algo invisible, pero real, algo intentaba abrazarme o engullirme. Deseaba escurrirme, escapar, deshacerme de aquella textura viscosa. El tiempo parecía haberse detenido o, quizás, si avanzaba era sin sentido ni orden alguno.

Como a cámara lenta, conseguí entrar en casa y librarme de esa sensación. Ya nada era igual, todo era de una lentitud abrumadora que no entendía. Un grito ahogado en lágrimas apenas salía de mi garganta: ¡mamá! —mascullé— Unos cálidos brazos se deslizaron sobre mi cuerpo rodeándolo; eran cálidos y un agradable olor me envolvió. Por fin me sentía a salvo. El miedo desaparecía. Quería explicar con la mirada lo ocurrido: que, mientras corría, había advertido una presencia sin forma, sin rostro, solo unas largas manos ennegrecidas que se alargaban por encima de mí e intentaban atraparme. Mi boca, incapaz de pronunciar un grito, una palabra; mi cuerpo, impotente, casi paralizado, sin un movimiento, sin un gesto, inmóvil. Volví de nuevo a la calle buscando no sabía qué, Perdida la noción de la realidad, me sentía confusa, atrapada por el pánico. ¿Por qué estaba todo tan oscuro? Los negros ojos de María me miraban llenos de angustia y confusión. Las dos, apretadas una contra la otra, compartíamos el tacto, la presencia de aquello que nos enclaustraba en su aspereza y pestilencia. Éramos como dos sacos empapados y nauseabundos en medio de la cerrada oscuridad. ¿Qué era aquello? Debimos quedarnos dormidas por aquel amargo brebaje que nos acercaron a la boca. Por la cuadrícula del envoltorio que nos cubría, una penetrante luz nos trasladó a un lugar extraño; hacía mucho, mucho frío. Era un lugar habitado por solo niñas, innumerables, incontables niñas y separadas en grupos, rubias, morenas, pelirrojas… Algo recorría mi cuerpo; no sé qué era, daba tanto asco…, yo quería gritar, pero no tenía voz, no, no quiero ni puedo recordar más, ¿quién podría creerme? Pero, no, recordar es revivir. No. Sé que pasó tiempo, no sé cuánto, apenas podía recordar la sensación de libertad y nuestros juegos. Aquel lugar era sombrío, todo se percibía en blanco y negro, no había colores. A partir de aquel suceso aquellas manos negras solo aparecían cuando la noche llegaba, noche tras noche.

Saltábamos a la comba y la tarde daba para un buen rato. Al pasar mi madre, me recordó con insistencia la misma advertencia: "Cuando se oculte el sol y llegue la noche, debes correr a casa porque los Embargos vienen por los tejados y te pueden llevar en su saco. Son feos y tienen las manos muy largas. Tú corre, corre y no mires a los tejados, solo corre". Aquella advertencia era habitual en todas las madres; si todas nos repetían lo mismo, es porque era verdad, no me cabía duda alguna. Los últimos minutos de juego ya no eran disfrutados con tanta intensidad porque se iba a hacer de noche, y el pánico, un día más, se apoderaría de nosotras. No sé si merecía la pena o no aprovechar tanto la tarde. Cuando saltaba, miraba al cielo y decía: un ratito más. Pero todo volvía a repetirse como rebobinando una película.

Suena el despertador, empapada en sudor frío, de nuevo comprendo que todo lo vivido es un mal sueño, una pesadilla, nada es real. El mismo sueño vuelve una noche tras otra. Atrapada entre ensueño y realidad, escucho la voz de mi madre: "Vamos, vamos", mi madre mete prisa porque se hace tarde para la escuela. La cobija de la cama está en el suelo, el tigre grafiado en la manta casi me mira con sus dientes afilados, y mi madre la recoge murmurando: “¡Cómo no se va a resfriar si pasa toda la noche destapada¡". Ella tiene prisa, vende en el mercado la hortaliza que da nuestra huerta y no se puede esperar a que yo me vista, sale corriendo mientras insiste: "Cámbiate la camiseta, que esos puños están negros en vez de blancos, y las braguitas".

Nunca me fue fácil, el ponerme la camiseta me ahoga y siempre lo de atrás me cae delante. Por más que lo intento, las mangas llegan casi al codo por mucho que estiro, pero eso es bueno, dice ella, es porque he crecido. Lo de las braguitas es aún más difícil; los dos pies entran por el mismo hueco y lo tengo que hacer varias veces. Algunas veces voy incómoda todo el día. El uniforme y los zapatos colegiales y una va perfecta, “¿Qué sabe nadie lo que va dentro?” —suele decirme—, eso ya lo dice con un tono de voz más apenado. Mi madre no miente nunca, nunca se queja y siempre sonríe para darme aliento. Y saldremos una vez más del colegio y nos quitaremos el uniforme de las monjas, y los zapatos colegiales, solo para el colegio, que en la calle se rompen. "Cuesta mucho dinero, hija, y luego no podemos". Me los quito siempre de prisa, con premura, y si veo un roce en el zapato le doy con el dedo y el betún marrón para que mi madre no se preocupe y los vea nuevos. Volveré a ponerme los zapatos más viejos y los desgastados leotardos zurcidos con primor en las rodillas y de los que apenas se nota el arreglo.

Por fin volveremos a ser libres todas juntas con nuestros juegos. La calle es el mejor lugar del mundo. Podremos crear brillantes de colores rompiendo con una piedra las botellas que encontramos en la cantera, una lata llena de cada color, transparentes, ámbar, son bonitos los verdes esmeraldas, somos ricas. Ya entrada la tarde, volveremos a la soga, a la comba, todo volverá a su curso, a su rutina. Solo cambiará la hora de ocultarse el sol, y los juegos se alargarán más o menos. Cuando anochezca, volveremos a mirar a los tejados y correremos al refugio del hogar.

Hoy escribo un cuento o relato corto. No, yo no soy escritora y al intentar escribir algo no logro ideas claras con mucho sentido, porque todo se mezcla hacia detrás y adelante. Vuelve con el mismo ímpetu la inquietud que sentía por entonces. Era la única arma con la que nuestras madres nos podían proteger: el miedo. ¿Pensar que todo era un invento? Cuanto ellas te decían, hoy cobra contexto y te hace pensar. Eran adivinas del tiempo, o eran miedos establecidos de una generación a otra. "Ten cuidado, no te pongan algo en el vaso", y ahora ves en los datos que puede pasar, no era una mentira, no era un invento su consejo "no vayas sola". Esos hombres del saco y embargos existen, y son tan reales, aparentemente normales. Las chicas siguen perseguidas por Embargos de manos ennegrecidas. Existen y muchas chicas no pueden volver a casa, aquellas que jamás son encontradas. ¿Dónde van? ¿Qué sucede? La historia no cambia, y vuelve ese sueño cada noche. Y yo sigo corriendo.


Participante del LI Concurso Internacional de Cuentos Puente Zuazo convocatoria 2025

Este relato no ganó el concurso, pero tampoco se rindió. Así que se mudó a mi blog para vivir su mejor vida


A veces los relatos caminan solos hacia los concursos como si buscaran una........... aprobación que, en el fondo, no necesitan. Compiten, esperan, se miden con otros. Y luego vuelven, sin premio, pero no derrotados. Regreso diferente, más mío, más sincero.
Quizá porque las historias no nacen para ganar, sino para encontrar su lugar. Y el mío, mi voz, mi rincón está aquí, entre mis propias cosas, en Baños de la Encina uno de los pueblos mas bonitos de España.
Al final, lo que no reconocen los jurados lo reconoce el corazón: que escribir es vencer el miedo.


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