Nunca estuvo solo
El niño hombre salió con dos mulas para recoger
leña. Había llovido durante varios días y el agua corría por las zanjas,
formando charcos espesos. Las cuadrillas de aceituneros no habían salido y, un
día más, la gente se quedaba sin jornal. Eran ya demasiados días sin que
entrara dinero en las casas, y los rostros que se cruzó no eran alegres.
Aprovecharía el día para recoger la leña que
llevaba tiempo cortada de las primeras olivas ya recogidas. Los cortadores,
incluso bajo la lluvia, adelantaban la faena y se la habían ofrecido a su
abuelo.
No tenía padre desde muy pequeño. A menudo
imaginaba cómo habría sido su vida si él hubiera vivido. Muchos decían que se
parecía a él, y aquello le reconfortaba. Era fuerte para su edad, pero el día
era duro. El barro ralentizaba sus pasos; las botas pesaban cada vez más,
cargadas de tierra.
Con gran esfuerzo consiguió cargar la leña en
las dos mulas. Ya que estaba allí, decidió llevarse todo lo que pudiera. Los
animales avanzaban con dificultad, igual que él, hasta que entraron en lo que
llamaban una gotera. Allí comenzaron a
hundirse, ante la mirada atónita del niño hombre. El barro les llegó hasta la
barriga y quedaron inmóviles.
Aquellas mulas eran el sustento de la casa:
con ellas se araba la tierra y se acarreaba la aceituna. Eran la vida de sus
abuelos, ya mayores. Pensó que aquello era la ruina. Lloró amargamente,
convencido de que, si su padre hubiera vivido, nunca lo habría mandado a hacer
aquel trabajo. Desde lo más hondo gritó:
—¡Padre, ayúdame!
Era una súplica nacida de toda una vida
echándolo de menos. Escúchame, padre mío.
Entonces ocurrió algo que nunca supo explicar.
Las cuerdas que sujetaban la leña parecieron estirarse con una fuerza
imposible. La carga cayó de las angarillas con un sonido seco y, en un segundo
tirón del ronzal, las mulas salieron libres. Jamás se le había ocurrido
quitarles la leña para aligerar el peso.
El cielo se abrió en un claro y el niño hombre
tuvo la certeza de que no estaba solo. Supo que nunca lo había estado y que
nunca lo estaría. Salió del olivar como llevado en volandas. En el camino
rompió a llorar sin consuelo.
Pero él siempre supo que no estaba solo.
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