jueves, 25 de diciembre de 2008





Baños de la Encina
Navidad de 1970.


Recuerdo que hacía mucho frío, mis manos, mi nariz, estaban rojas y heladas. Había llovido mucho y el agua corría por las calles. Jugábamos en éstas a los barquitos de papel; echábamos trozos de diferentes colores al arroyo y éstos bajaban calle abajo con mucha rapidez, el mío era de color rojo e iba el segundo. Corríamos al compás del agua y la agitación era cada vez más fuerte, sólo quedaban unos metros para llegar “Al Barranco”, allí terminaría la carrera, nuestros barcos caerían y no los podríamos seguir, el mío llegó el tercero a la meta, ¡otra vez sería...!


Cuando volví a casa con los colegiales y los calcetines empapados mi hermana mayor tenía una sorpresa para mí. Aquel gran Belén que miré tanto tiempo en la vitrina de la tienda de Pedro Ortega: El Nacimiento, los pastorcillos con las ovejas, el molinero y su molino, el herrero, el puente, el río con sus patitos, la mujer lavando la ropa, el pescador con su caña, el palacio de Herodes, tres Reyes Magos, que venían de canino desde Oriente en sus camellos, aquel hombrecito con los pantalones abajo que se le veía el trasero… ¡estaba sobre de la mesa del comedor! No podía creerlo, mi hermana consiguió que la chacha le diese el dinero para comprarlo. Sólo le alcanzó para cinco figuras: San José, la Virgen María, el Niño Jesús y como no, la mula y el buey. Lo pondría en una canasta que le regaló para llevar los huevos, María “La Crista” (gitana canastera que vivía en Baños). Bajamos las dos a la cuadra y llenamos la canasta de paja del pesebre. Con un cuidado enorme Mari fue colocando las figuritas, a mí me dejó poner al Niño; mis manos temblaban, no sé si era por el frío o la emoción al tener al niño Dios entre mis manos. No teníamos estrella. Mi madre nos hizo una de cartón, abrió una tableta de chocolate y con mucho cuidado de no arrugar la envoltura cogió el papel de platina y nos forró la estrella. ¡Brillaba igual que la de la tienda! Pusimos la canasta encima de un pedestal en el primer portal de la casa para que todos nada más entrar lo viesen.

La casa olía a Navidad. Mi madre iba todos los años al horno del Serio hacer los mantecados típicos, sus formas eran de estrella, otros en forma de luna o redondos. El aroma era hechicero: una maleta antigua de madera color caoba se llenaba de aquellos riquísimos dulces. Todos mis hermanos venían del campo hambrientos, para reponer fuerzas la primera cosa que hacían era visitar aquella maleta, cogían un mantecado encina de otro hasta cuatro, y se iban, llegaba otro y así… El 22 de diciembre, nos podía tocar la lotería, pero mi madre decía que no nos tocaría, y ella no se equivocaba nunca. Mi padre había comprado una papeleta para la rifa de una cesta de Navidad en el bar de Ramiro a unos nenes que le insistieron mucho. La lotería no nos tocó, pero nos tocó aquella estupenda cesta. La cesta era de rafia, adornada con cintas rojas, ésta había estado dos meses luciéndose en el escaparate del comercio de Paco Valle. Yo nunca pensé que la cesta iría a parar a mi casa. Tenía de todo: alfajor, hojaldres, roscos de vino, polvorones, dos grandes tripas de salchichón extra, latillas, anís, brandi, una botella preciosa de un licor verde, mi padre dijo no era para niños, vino dulce del que sí podía probar un poquito, sidra… no faltaba de nada. Llegó el 24, Nochebuena. Eran las tres de la tarde y ocurrió lo mejor que nos podía suceder. Mi hermano que estaba en la mili y no le daban permiso ese día, se presentó de imprevisto dándonos una gran sorpresa, sobre todo a mis padres que aunque no lo decían, estaban tristes por su ausencia. Mi madre muy temprano mató y desplumó tres gallinas moras que ya no ponían, en una gran cuajadera las guisó en pepitoria, el olor de las almendras fritas, el vino… la casa olía a gloria bendita. Los postres estaban colocados encima del aparador del comedor: un perol con calostros que le gustaban al militar, una gran fuente con membrillos en almíbar (siempre nos los regalaban “Los Pepinollos”) y varios tazones de un riquísimo arroz con leche. Mi madre me reñía porque me gustaba acercarme a oler todos los dulces. Hoy puedo recordar perfectamente aquellos aromas solo con cerrar los ojos. Todavía con sol salimos a pedir el aguinaldo de puerta en puerta, una buena partía de críos. Con las pesetas que conseguimos, fuimos al estanco de Paquito “Juan Rafael” y lo dilapidamos en caramelos de todos los sabores chicles... Después de cenar, lo que con tanto amor había preparado mi madre, fuimos a la Misa del Gallo. No vi al gallo en toda la misa, por mucho que pregunté a mi hermana cuando salía, ella sonreía y no me decía cuando. A quien sí vi fue al Niño Jesús incluso le di un beso en la rodilla. Después vinieron a casa los amigos de mis hermanos, los vecinos, la cesta se vació e invitamos a todo el mundo. Francisco “El alegre” subió el tocadiscos, bailamos, cantamos villancicos, reímos. Yo creo que el poquillo vino dulce que me dejaron probar algo tuvo que ver en las gracias que hice esa noche y que todos me reían.

Nunca supe por qué era tan primordial que en invierno la merendica fuese todos los días pan con chocolate. ¿Por qué a los Reyes les gusta que los niños coman chocolate? Nunca me contestó nadie a esa pregunta. Pero la verdad era que aquel juguete que estaba al lado de las tabletas de chocolate en la tienda de Isabel “Paniagua” el día 6 de enero, ¡Allí sobre de mis piernas estaba el ansiado juguete! Era el mejor día del año; a Miguel le trajeron los Reyes las pistolas de Bonanza y no una como el pidió, sino dos con su estrella… se pasó el día dándome tiros y terminó ronco de hacer el ruido con la boca.


Hoy sé que fue maravilloso gracias a las personas extraordinarias que se ocuparon de crear una FELIZ NAVIDAD. Yo procuraré reinventar un año tras otro la Navidad para las personas que tanto quiero.









FELIZ NAVIDAD




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