jueves, 25 de junio de 2009

Primer Certamen de Relato Corto “Antonio Suárez”I.E.S. Santa Catalina de Alejandría Jaén


Este relato no fue premiado, no siempre se recibe premio.
Esta vez viajaremos en el tiempo a
"El Centenillo" pedanía de Baños de la Encina.

Mis ojos, sus ojos
Era 15 de marzo, no lo olvidaría nunca, José escuchó un crujir de la madera que le puso en alerta, sin darle tiempo a avanzar más de diez pasos, todo se derrumbó sobre él; José y cinco hombres más trabajaban ese día en la nueva galería de la mina. Ese día José había llegado tarde al trabajo. María, su mujer, estuvo toda la noche de parto. ¡Una hembra les dio Dios! José estaba contento, ésta no tendría que bajar a la mina, Mª Encina la llamaron. José trabajaba en las minas del Centenillo desde los dieciséis años, su padre murió en un derrumbamiento y él como un favor ocupó su lugar. Ahora la historia se repetía.

Después de quince horas de trabajo desesperado por parte de sus compañeros, a José le sacaron con vida, no tuvieron la misma suerte los otros cuatro mineros. Hubo llantos y lamentos a la boca del pozo, las mujeres esperaban los cuerpos de sus maridos desoladas. María daba gracias al cielo, él consiguió salvar la vida pero con el alto precio de sus ojos, quedó ciego, tinieblas para toda su vida fue el beneficio de años de trabajo.
María, trabajó para el terrateniente de la mina, como cocinera, para poder sacar a su familia adelante después del desafortunado accidente. Ésta, mujer sencilla, de gran hermosura, soportó durante años el acoso al que fue sometida por parte del señor de la casa que se había enamoriscado de ella. Luchó siempre por su honra y el honor de su marido, sobrellevando las insistentes insinuaciones. A los diez años del fatal accidente en la mina, María en tan solo unas horas, murió del dolor de Miserere dejando huérfana a su única hija; nadie hubiese imaginado que una mujer tan saludable pudiese ser tan frágil. La gente daba el pésame en el portal de la casa de José, éste llevaba una tira de tela negra cosida en la manga de la chaqueta, su hijita iba vestida de negro de pies a cabeza, con unas medias muy tupidas y un cerrado pañuelo en la cabeza. Después del entierro todos volvieron a sus casas. Mª Encina a su corta edad, tuvo que ocuparse del padre y de las lavores de la casa. Las pocas pertenencias de su madre las guardó en una caja de cartón, en una camareta y nunca más la volvería abrir. La madre sólo tenía de valor unas rosetas de oro que se las había regalado José en su pedida de boda - Póntelas hija que siempre te proteja tu madre. – dijo en voz baja José.
Días más tarde Mª Encina tuvo que buscar trabajo en casas ajenas para ayudar al sustento del desmadejado hogar. Ella era tan hermosa ó más que su madre, ¡Tendrá porte de señora y no de sirvienta! Decía su madrina Susana.
Eso hará que los hombres te miren; Para mujer de su casa, otros con malas intenciones…
José, con el tiempo había conseguido adaptarse a su ceguera y consiguió ser independiente, no dando excesivo trabajo a su hija, ésta ya tenía bastante fuera.
Pasaron ocho años y Mª Encina se convirtió en la mujer más hermosa de la pedanía y de los alrededores; ojos negros, pelo largo y recogido, boca sensual, su piel aún sin rozarla mostraba suavidad, además de un cuerpo esbelto, exuberante como el de una Diosa de la Antigua Grecia.

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Para poder ganar mejor sueldo se marchó a trabajar a Baños de la Encina a casa de unos señores que necesitaban unas manos expertas en bordado, para coser la dote de la hija mayor que estaba ya casadera. Al año y medio de su marcha volvió para quedarse con su padre; él supo que algo iba mal. El tono de voz de Mª Encina era más triste que de costumbre. Al poco tiempo ella le confesó a su padre que estaba preñada; las arcadas la delataban y los vecinos pronto notaron su estado.
Padre e hija mantuvieron una corta conversación.
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- ¿El padre?
- No me pregunte, que no le voy a responder padre.
- ¡No tendrá apellidos!
- Los suyos y los de madre son suficientes.
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No hablaron nada más, la criatura nacería de madre soltera. La gente murmuraba sobre lo ocurrido, las chismosas de la pedanía despellejaban a Mª Encina.
- ¡Es que tan joven! ¡Sola! No podía pasarle otra cosa, ¡llevaba la soga muy larga!
Viernes Santo, aún faltaba casi un mes para sus cuentas cuando se puso de parto. Llamaron a la partera, mujer de muchos años en el oficio. Todo se complicó, primeriza y el niño no venía bien; La comadrona entraba y salía del cuarto con la cara desencajada, el médico estaba fuera y no volvería hasta el sábado. José esperaba en la cocina sin saber que hacer. La partera llamó a la madrina y a las vecinas para que la ayudasen en aquel parto tan complicado. Después de diez horas, nació un varón de dos kilos. La madre perdió mucha sangre en el parto, tanta como tenía en el cuerpo, estaba pálida como la pared. Mª Encina le dijo a su padre que cuidase de su hijo si a ella algo le sucedía y le pidió que le acercasen al bebé. Cuando lo tuvo cerca lo miró y una pequeña sonrisa salió de sus labios. Después dejó la vida, quedando el pequeño al cuidado de José.
Al chiquillo le pusieron de nombre Mario, nombre masculino variante masculina de María. Fue amamantado generosamente por Purificación, la mujer de D. Pedro el maestro escuela del Centenillo. Ésta estaba recién parida, tenía una niña de quince días. El pequeño Mario mamaba con dificultad ya que no tenía apenas fuerzas, Puri, así la llamaban todos, tenía abundante leche para las dos criaturas. Todos los vecinos ayudaban en la crianza del endeble niño; Lo colocaban entre botellas de agua caliente, envueltas en recios trapos, para que permaneciese caldeado el catre; el abuelo le mecía con buen compás y con mucho cariño, mientras cantaba nanas que hablaban del trabajo en la mina, pues no conocía otra vida.
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Sí, ese niño soy yo. Sobreviví al sarampión, resfriados, y una polio. La señora Puri tuvo otros tres hijos. Yo tuve que hacerme mayor antes de tiempo y ayudar a mi abuelo, ya que había empezado a tener unos temblores en las manos, Párquinson dijo el médico, todo eran problemas desde aquel accidente. ¡Tantas veces me contó mi abuelo como ocurrió el derrumbe, que me parecía haber estado yo también ese día en la mina!
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Tenía siete años, mi abuelo y yo salíamos a pasear todas las mañanas. Nada más salir de la casa yo empezaba a describirle lo que veía.




- Abuelo el cielo está azul, ni una nube, el lentisco está húmedo y lleno de gotitas de agua.
¡Mira por allí viene D. Ramón! Viene con él el Moro meneando el rabo desde que nos ha visto.
- Buenos días nos dé Dios D. Ramón.
- Buenos días Mario, ¿de paseo no…?
- Vamos a coger níscalos ¿verdad abuelo?
- Buenos días José ¿cómo va la cosa?
- No nos podemos quejar, vamos tirando…

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Cuando se alejaba D. Ramón, el Cura, yo le comentaba a mi abuelo como le había visto el gesto, hoy está enfadado, tenía la ceja derecha alzada y sus ojos echaban chispas. La verdad, es que el hombre no tenía buen genio, pero sí un gran corazón. Muchas veces iba descalzo, ya que si se encontraba a un pobre pidiendo se quitaba hasta las alpargatas y se las regalaba. Daba cuanto tenía a los más pobres y luego iba pidiendo él a los que más tenían. Mi abuelo nunca quiso limosna aunque no le llegaba ni para tabaco; dijo que había dejado de fumar por la salud, pero yo sé que fue para comprarme los domingos aquel chocolate que tanto me gustaba.
En nuestros paseos yo siempre le describía con todo detalle el color de las hojas, de las flores, los pájaros que veía se los detallaba y él me decía: un colibrí, un cañamero…mis ojos eran sus ojos. Cuando descansábamos en alguna piedra permanecíamos en silencio largo rato. Él me hizo apreciar lo que los ojos no veían: el sonido del correr del riachuelo cercano, el cantar del pájaro escondido, del grillo, el moverse un hurón entre las hojas secas.

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Pasaron otros dos años, el maestro felicitó a mi abuelo por lo buen estudiante que era. Todas las noches repasábamos la lección, juntos a la luz del candil, yo leía todo cuanto caía en mis manos para que mi abuelo lo escuchase y estuviese entretenido.
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-¡Aprende hijo! tú no iras a la mina – me decía
-Abuelo yo seré médico, para curar tus ojos

Su obsesión era que yo no entrara al pozo jamás, "Se traga a los mejores hombres o los deja inservibles, tú no irás, ¡vaya si no irás!" Con rabia me lo decía, mientras me apretaba la mano muy fuerte.
Mi abuelo llevaba unos días, absorto en sus pensamientos. Una mañana hizo que le acompañase a casa del cura. Se sentaron los dos al lado de la chimenea en una silla de anea pintadas de verde, vi un platero, dos lebrillos de barro sobre una pequeña mesa, era lo único que había en la cocina. Mi abuelo no era hombre de misas ni confesiones, por eso me sorprendió cuando dijo que me podía marchar y volver pasado una hora más o menos. Al atardecer cuando le recogí, su gesto había cambiado, me dijo que teníamos que hacer un viaje al pueblo, yo nunca había estado en Baños y me puse muy contento.

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-Abuelo ¿cómo iremos?
-En el carro de Raimundo, me debe un favor.
-¿Qué, vamos hacer allí?
-¡Buscar tu futuro hijo! Buscar tu futuro.

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No sabía como se buscaba eso, pero mi abuelo lo sabía todo y estaba convencido que lo encontraría si yo le ayudaba.
Nos levantamos muy temprano y fuimos en busca de Raimundo, éste iba al pueblo todas las semanas para recoger avío y encargos de toda la pedanía.


El viaje lo hicimos sin mediar palabra, mi abuelo no abrió la boca, y su expresión era diferente, nunca le vi así; era como cuando leía un libro de aventuras, erguido dispuesto a librar alguna batalla.
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Llegamos a la plaza del pueblo y allí mismo me dijo "Llévame a la mejor casa que veas, a la más bonita, como si la eligieses para ti. Anduvimos por el pueblo un buen rato y por fin elegí la mejor que vi.
Ésta, abuelo es de la mejor piedra, sus rejas las más bonitas de todas, la puerta de la calle la más grande.
Bien hijo bien, aquí vamos a llamar.
El llamador era muy pesado, con todas mis fuerzas lo alcé y solté. Salió a abrir la puerta una mujer de pelo negro, alta y muy delgada, vestida de negro con un delantal blanco.
-Hoy no se da limosna, eso los jueves
-No venimos a pedir limosna, quiero hablar con el señor de la casa
-¡No se encuentra!
En esto que un señor con bigote, traje y bastón, bajaba por las escaleras del piso de arriba.
- ¿Qué sucede?
-Este hombre quiere hablarle señor.
-Pues hágale pasar, ¡qué espera!
Entramos en aquella casa, estaba llena de plantas, cuadros de señoras bellísimas, también escenas de caza mayor con perros. Las ventanas las cubrían grandes trozos de tela roja. Nos sentamos en unas sillas forradas también en rojo. Yo estaba embobado mirando todo aquello que ni sabía que existía. Mi abuelo comenzó hablar con voz serena y firme.
Quisiera que me escuchase un momento sin interrumpirme y después si usted así lo manda nos iremos de esta casa y no le molestaremos más.
– Trago saliva y prosiguió – Éste es mi nieto Mario, un chico listo, estudioso, buen hombre a de ser. Nada tengo en esta vida más que a él; busco a un bienhechor que le ayude para que pueda estudiar, y por Dios que lo he de encontrar aunque me vaya la vida en ello. Su madre murió hace nueve años los mismos que él tiene, sin padre ni madre que lo ampare más que este pobre viejo. ¡Médico quiere ser el chiquillo!.
Yo permanecía en silencio, sin mover un solo dedo, mi abuelo jamás pidió nada a nadie, y alguna que otra vez pasamos necesidad. El señor lo escuchaba sin mediar palabra. Mi abuelo me pidió que le enseñase a aquel caballero la foto de mi madre que yo siempre llevaba colgada en el pecho en un medallón. Me levanté muy despacio, y le enseñé la fotografía que había dentro. Preguntó de nuevo cuántos años tenía, nueve en mayo, contesté. Mi abuelo permanecía tranquilo.
El señor cogió una campanilla que había sobre la mesa, y la movió muy deprisa, enseguida llegó la señora del delantal.
Llévese al niño a la cocina y que no nos moleste, tengo que hablar con este señor –dijo muy serio.
Yo muy contento me fui detrás de la señora del delantal, quedando mi abuelo en aquella formidable habitación. Después de tomarme un vaso de leche y un picatoste, pasé mucho rato sin hacer, ni decir nada, allí sentado como una estatua. De nuevo sonó la campanilla y cogiéndome de la mano y sin decirme una palabra me llevó con mi abuelo.
Mi abuelo dijo que mi futuro ya estaba en marcha, y cuando salimos de aquel caserón, mi vida cambió por completo.
Me llevaron a un colegio interno, a la capital. Mi abuelo dijo que no debía estar triste, allí tenía que portarme bien y estudiar mucho si quería ser médico. Tenía ropa nueva, zapatos, e incluso me tenía que vestir para dormir.
Aquel señor del bigote, D. Genaro mi bienhechor, venía con frecuencia a visitarme, y a interesarse por mis progresos, yo siempre le llamé señor. Recibía cartas de mi abuelo todos los meses, se las escribía D. Ramón, siempre decía que estaba muy bien, yo le echaba de menos pero quería curar sus ojos, y el sacrificio merecía la pena. En verano volvía con él, nuestros paseos eran cada vez más cortos, ya que mi abuelo se cansaba enseguida y una tos continua lo fatigaba mucho.
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Un frío invierno, 7 de enero, me llamó el director del colegio para comunicarme el fallecimiento de mi abuelo, allí estaba D. Genaro esperándome para llevarme al Centenillo. Allí se enterró mi abuelo, el cura habló de lo buen hombre que fue siempre y el responso duró media hora. Cuándo llegamos al cementerio, Antonio, el sepulturero y amigo estaba esperándonos con la gorra en la mano, a su derecha el foso donde sería enterrado, al otro extremo los restos de mi madre, envueltos en un lienzo blanco, para colocarlos sobre el cuerpo de mi abuelo, ¡los dos juntos para siempre!. Todo lo que yo amé en mi vida se quedó en aquel frío lugar.


Terminé la carrera de medicina y ejercía en Baños de la Encina. Fui a vivir a casa de D. Genaro y Dª. Carmen su esposa. Ellos no tenían hijos, ya que Dios no se los dio, me trataban igual que se hace con un hijo. Se habían convertido en algo así como los padres que nunca tuve. D. Genaro, enfermó de tuberculosis, su vida parecía estar acabando cuando nos llamo a su esposa y a mí para hacernos una confesión, algo que no quería llevarse a la tumba, dijo. Y como temiendo no poder terminar de contar su secreto, comenzó a hablarnos.

- Era joven y soltero cuando una hermosa joven vino a servir a casa, se llamaba Mª Encina – mi corazón dio un vuelco – Jamás conocí mujer más hermosa que ella. Distinta a nuestra clase social, por eso ella no quería saber nada de mí. Yo me enamoré de ella, sus desaires me clavaban puñales. Mucho me costó que me dejase acercarme a ella. Nos veíamos en secreto y la pasión nos hizo incautos, buscando cualquier oportunidad para estar solos. Le regalé un guardapelo, regalo de mi bisabuela, con el tiempo será para nuestra hija le dije. Llegó el tiempo de ir al servicio militar, me destinaron a Ceuta. Me despedí en secreto y le prometí, que cuando volviese hablaría con mis padres. No tuve más noticias de ella y cuando volví ya no estaba en la casa; mi madre dijo que se había hecho novia de un vasco y se había ido para casarse. Me dolió tanto que no me molesté en averiguar si era cierto o no. El día que tu abuelo vino a esta casa, yo estaba recién casado con Carmen, no quise darle ese disgusto y le prometí a José que nada te faltaría. El cura solo le dijo a tu abuelo que tu padre vivía en la mejor casa del pueblo, ya que tu madre le había contado la historia bajo secreto de confesión. Mi madre sospechaba de nuestros encuentros y cuando yo me fui, los vómitos delataron su estado, que yo nunca llegue a conocer. Mi madre la echó diciendo que sí aquello se sabía le quitaría a la criatura. Mª Encina nunca quiso que se supiese quien era el padre. Hoy quiero que seas hijo de Carmen y mío, ya que Dios debió castigarme no dándome más hijos por no reconocerte a ti. Cuida de ella y perdóname hijo mío.
Fueron sus últimas palabras. Dª Carmen me hizo poner en el duelo contándole a todo el mundo que yo era hijo de D. Genaro.

Pensando en mi abuelo hoy lo escribo sin dar los verdaderos nombres ni apellidos. El fin de este relato no es otro que hacer un homenaje a mi abuelo, hombre de bien, humilde, de gran fuerza y carácter ante la vida y sus dificultades.

Ana Ortiz Rodríguez

1 comentario:

Anónimo dijo...

que bonita y la foto tambien